Es imposible ir al gimnasio en enero. Las clases de “spinning” tienen “overbooking”, hay fila para usar todas las máquinas y el vestuario no tiene taquillas libres: vuelven los propósitos de año nuevo.
Yo era de las que se proponía toda una lista de objetivos, al mejor estilo Mediaset con sus “12 meses, 12 causas” (en mi caso, perdidas). Me he marcado objetivos de todos los tipos: perennes -de esos que indiscutiblemente siempre tienen que estar en la lista, como bajar de peso, leer más, comer saludable o hacer más ejercicio-; otros objetivos más ambiciosos, como aprender a tocar un instrumento musical, hablar un nuevo idioma; o los comprometidos, como plantar un árbol, realizar actividades de voluntariado o apadrinar una iniciativa altruista y loable.
Todos y cada uno de ellos abocados irremediablemente al fracaso, año tras año, porque no me da la vida entre los niños, el trabajo y la casa… como para ahora tener que leer el libro elegido en el club de lectura, completar 30 kms corriendo en una semana, preparar el examen del máster para aprobar con nota y escribir mínimo un post semanal en el blog.
Más que propósitos, son despropósitos… porque están expresados desde un rincón donde la razón, el sentido común y la conveniencia brillan por su ausencia. Nos han vendido la idea de que un año nuevo trae vida nueva y de que el 1 de enero es el mejor momento para convertirnos en seres sobresalientes, en la mejor versión de nosotros mismos.
Por mi parte, he renunciado a la lista de nuevos objetivos. Con mantener lo que ya tengo y mejorar en lo que hago, me doy con un canto en los dientes. Como dicen por ahí, “amanece, que no es poco”. Es difícil conseguir el equilibrio entre el trabajo y la vida personal. Son muchas las prioridades y pocas veces tenemos claro cómo establecerlas. Parece que la única forma de ser exitoso en el trabajo es renunciado a tener una vida personal, y viceversa.
Duele todavía más cuando tienes familia dependiente: niños pequeños, padres mayores o familiares cercanos con necesidades y atenciones especiales. Son situaciones que demandan nuestro tiempo y muchas veces no sabemos cómo afrontarlas. Organización, organización, organización… y una buena dosis de ánimo, esperanza, optimismo y apoyo. Hay días de 24 horas que son muy cortos. Si hay que trabajar, dedicar tiempo de calidad a la familia, hacer algo de ejercicio diario y dormir bien… Saco cuentas y no me suman las horas.
Este es el reloj perfecto para las madres. ¡Cada día tiene 36 horas!
Por muy cabezona, perfeccionista y competitiva que sea, ya tengo asumido que no siempre puedo llegar a todo. No es necesario ser Superman o Superwoman: con reconocer que todos en algún momento necesitamos ayuda –puntual o constante-, atrevernos a pedirla y aceptarla cuando la recibimos, ya tenemos la mitad del camino hecho. Yo cuento con la suerte de tener una familia que siempre ha estado a mi lado para ayudarme y apoyarme. No hay mejor sentimiento en el mundo que cerrar los ojos, sabiendo que habrá unos brazos esperando para recibirte y no dejar que te estrelles contra el suelo cuando caes.
Por eso no hago propósitos de año nuevo, aunque si mantengo las metas que me voy marcando. Quiero saber que puedo dar lo mejor de mí misma, pero sin presiones ni agobios (que los tengo y a montones). Disfrutar del camino, aprovechar las oportunidades, intentar ser feliz (por lo menos la mayor parte del tiempo) y ser muy agradecida por todo lo que tengo.
No te preocupes si no has cumplido alguno de los propósitos que te marcaste para 2015 (o en años anteriores). Cualquier día es bueno para empezar algo nuevo, no hay que esperar que vuelva a ser 1 de enero. Aún quedan 344 días. Cada día puede ser el primer día de lo que tú quieras(1).
Ya puestos a tener propósitos imposibles de cumplir… Que sean de este calibre.
(1) Dos tercios de esta frase la estoy robando de un post que leí por ahí, hace un par de años en Facebook.