Suspenso

Acabo de suspender mi primer examen práctico del carnet de conducir.  Podría poner mil excusas y justificar que no ha sido justo el examinador en su dictamen final, pero la realidad es que no merecía aprobar.

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Me he merendado un «ceda el paso».  Si, había un camión aparcado en doble fila que me tapaba la señal y toda la visibilidad del cruce, pero no hay pretexto que valga.  Mayor razón para entrar al cruce con cuidado y hacer el giro a la izquierda con la precaución necesaria.  No ocasioné ninguna situación de peligro, porque no venía ningún coche, pero esto mismo me podría haber pasado otro día, ya con el carnet en el bolsillo y mis hijos en los asientos de atrás… Así que prefiero quedarme con la lección aprendida ahora y no con un disgusto después.

No es fácil asumir un suspenso cuando siempre te has destacado por no suspender.  Buena alumna en el colegio, en la universidad y en mil y un maestrías dejan el listo muy alto, sobretodo para mí misma.  Es una losa que va pesando cada vez más en la espalda, porque después de hacerlo bien antes, no quieres equivocarte después.  Tienes miedo; no, terror al fracaso y haces todo lo posible por evitar cualquier situación que pueda poner de manifiesto tus debilidades e incompetencias.

En un pasaje de la novela «La verdad sobre el caso Harry Quebert», el protagonista -al que sus amigos llamaban «El Fabuloso»- relata una conversación que tiene con su mentor, en la que éste le dice que es un cobarde.  Marcus (el protagonista), herido en su orgullo e indignado, le lista todos sus logros y hazañas escolares y universitarias.  Harry, su profesor y mentor, le explica que precisamente eso es lo que le ha llevado a ser un cobarde: después de tanto logros fáciles, Marcus no quiere arriesgarse… busca la salida fácil y no hace nada que pueda suponer un fracaso o que le enfrente a la posibilidad de no ganar, de hacerle perder su título de «El Fabuloso».  Sin arriesgar, nuestro protagonista nunca podrá llegar a ser el escritor que quiere ser y esa es la lección que le quiere enseñar su profesor.

Been there, done that. Se lo que se siente.  Es el miedo a decepcionar a tu familia, a ti mismo. A no estar a la altura de las expectativas. A no saber cómo levantarse, por la sencilla razón de no haber caído antes, o porque temes que la caída sea tan estrepitosa que será imposible salir del agujero.

Vivimos en una sociedad que alienta el riesgo pero no tolera el fracaso.  Los padres presionan intensamente a sus hijos pero se avergüenzan secretamente cuando no son los mejores alumnos de la clase, grandes artistas o estrellas del deporte.  De adultos, optamos por trabajos grises que no nos apasionan pero sí nos dejan la vida asegurada, porque es impensable llegar a cierta edad sin tener chalet, dos coches y piso en la playa. Y así estamos: tenemos las redes sociales rebosantes de imágenes de una felicidad muchas veces forzada y pocas veces sincera.

Tal es el miedo al fracaso, que estamos criando una generación de jóvenes que por no fracasar, no intentan.  O que, tras fracasar, ni consideran la alternativa de volver a intentarlo. No tienen metas a largo plazo porque sencillamente no ven que el esfuerzo valga la pena. ¿Cómo va compensar matarse a estudiar cinco años para acabar con un sueldo de mileurista cuando puedes liarte con el famoso de turno y ganar en 6 meses lo que no ganarías en 6 años?

Hemos llegado al punto en el que es peor el remedio que la enfermedad.  Para la muestra, ahí están los resultados de las modificaciones que ha sufrido el sistema educativo a lo largo de los últimos 20 años, con sus decretos y leyes orgánicas. No podemos sorprendernos al leer que el incremento del paro ha tenido mayor incidencia en las personas con un menor nivel de formación y que en el caso de los menores de 25 años el desempleo ya llega al 57%.  Seis de cada diez jóvenes no tienen trabajo y otros tantos han dejado de buscarlo.

A lo largo de la vida nos tendremos que enfrentar a muchas situaciones difíciles y no de todas podremos salir airosos.  Es hora de que empecemos a celebrar los fracasos, porque de cada uno aprendemos y nos hace más fuertes, más sabios y más preparados para afrontar el siguiente reto.  Hay que seguir siempre adelante.

Entre tanto, tendré que pedir fecha para volver a presentarme al examen práctico. Que ya me vale tener los años que tengo y seguir sin carnet de conducir.

Es duro caer, pero es peor no haber intentado nunca subir.

Theodore Roosevelt (1858-1919) Político estadounidense.

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