Abandonadas

Mi historia familiar es particular. Cuando tenía 14 años mis padres decidieron emigrar, a España. Era abril de 1992… recuerdo que mi mamá viajó a los pocos días de su cumpleaños. Mi padre se había ido a Curazao a buscar trabajo porque la situación económica en Colombia era muy difícil y hacía prácticamente inviable para mis padres poder mantener a sus tres hijas (en las condiciones en las que ellos querían). Así que con 14 años me encontré con mis dos hermanas pequeñas, por aquel entonces de 6 y 3 años, sin nuestros padres a nuestro lado. Pero no me sentí sola. Estaba arropada por mi familia. La ausencia de mis padres, aunque siempre era una losa, se sobrellevaba con el cariño que recibía del resto de mi familia, con las cartas que recibía y con las llamadas semanales. Al poco de irse mi mamá, volvió mi papá. Pero fue momentáneo, porque a los pocos meses también partiría rumbo España, a estar con mi mamá y a buscar un futuro mejor para si mismo… pero sobretodo para su familia.

Mis hermanas eran pequeñas y seguramente hay muchas cosas que no recuerdan… pero yo recuerdo todos los meses las llamadas de mi mamá informando del código para reclamar el giro en la agencia Western Union de turno y similares que permitían pagar el colegio (privado) en el que estudiábamos y todas las arandelas que eso conlleva.

Quienes compartieron conmigo esa época lo recordarán bien: Mayo tenía a sus padres en España.

Mis padres vinieron a este país con visa de turista, lo que a la larga sólo puede significar una cosa: quedarse ilegales.

Pasaron 3 años hasta que volvimos a ver a mi mamá, cuando por fin pudo conseguir su visa de trabajo y residencia. Pasaría uno más hasta que pudimos ver a mi papá. Fueron las primeras vacaciones que tuvimos juntos en años, obviamente. Corría el verano de 1996… Mis hermanas y yo, junto con una gran amiga mía, viajamos a Madrid a pasar un mes maravilloso con mis padres. Y era maravilloso porque estábamos con ellos, ir al Parque de Atracciones era secundario. Aquellos días, en los que el mal clima nos chafó los planes, son los que recuerdo con más cariño, porque mis padres se encargaban de sacarnos carcajadas a pesar del frío que pasamos en Aquópolis, un día de junio mientras nevaba en la Sierra de Madrid.

Fueron muchos años en la lejanía, de llamadas, cartas y fotos, de regalos enviados y entregados por terceras personas. Años que me enseñaron a ver las cosas con perspectiva, porque cuando tienes lejos a tu familia aprendes a apreciar las cosas realmente importantes. Esos años me regalaron una relación de unión con mis hermanas que no cambiaría por nada en el mundo.
Llegaría el momento de volver a estar juntos. Los inicios no estuvieron exentos de dificultades, mentiría si dijera lo contrario; pero en poco tiempo estábamos como si nunca nos hubiesen separado miles de kilómetros.
Ser inmigrante es difícil: después de mucho tiempo sigues sin ser del nuevo lugar… no te sientes en tu casa, pero al mismo tiempo ya no te sientes de tu hogar anterior. En ese limbo en el que nos encontrábamos, nuestro apoyo era nuestra unión. Unión que aún hoy seguimos manteniendo, contra viento, marea y distancia.
Sin embargo, a pesar de sentirnos, vernos y sabernos una familia unida, durante todo este tiempo mis padres y nosotras hemos escuchado con cierta frecuencia que «mis padres nos abandonaron». Como si al irse a otro país para buscarnos un futuro mejor se hubiesen desentendido por completo de nosotras. Como si los demás, desconociendo el dolor que supone alejarse de tus seres queridos, encontraran regocijo en nuestra tristeza.
Durante mucho tiempo he decidido obviar esos comentarios. En palabras de Taylor Swift: haters gonna hate, hate, hate, hate, hate… but Baby, I’m just gonna shake, shake, shake, shake, shake.

Pero hay una edad en la vida en que ya empiezas a sentirte vieja y te das cuenta de que ya no te apetece morderte la lengua… que lo de cantar las 40 deja un gustirrín! Y eso es lo que he decidido hacer hoy… porque yo aclararé en público lo que otros señalan a escondidas: Nadie, repito, ABSOLUTAMENTE NADIE, tiene derecho a juzgar a mis padres por lo que hicieron. Nadie, ABSOLUTAMENTE NADIE, tiene derecho a etiquetarnos a mis hermanas y a mí con un calificativo con el que no nos reconocemos.

Aquellos que se creen con la autoridad moral para decirlo… en serio, ¿qué cosas se os pasan por la cabeza? ¿No tenéis nada mejor que hacer? ¿Lo vuestro va de «sufrir y preocuparos» (nótese la ironía) por una familia que logró superar todas las dificultades del tiempo y la distancia para volver a estar junta?

Si mis hermanas y yo no juzgamos a nuestros padres, ¿quienes sois vosotros para hacerlo? Las únicas personas que podríamos decir algo somos nosotras… lo que pasa es que lo que tenemos que decir no os gusta. Porque esto es lo único que tenemos que decirle a nuestros padres: GRACIAS. 

Gracias por pensar en nuestro futuro. Gracias por buscarnos mejores oportunidades. Gracias por todas esas noches de soledad que pasasteis para que nosotras pudiéramos tener una excelente educación y una infancia feliz. Gracias por demostrar el verdadero significado de la paternidad: SACRIFICIO.

Nos habéis dado lo que no teníais y jamás nos reclamasteis nada a cambio. «Dar solamente aquello que te sobra nunca fue compartir, sino dar limosna». Nunca habéis sacado las cuentas de cuánto os habéis gastado en nosotras… mucho menos enseñarnos las facturas de lo que habéis pagado a lo largo de un año.

Sentiros orgullosos de vuestras decisiones y vuestros sacrificios. Somos lo que somos gracias a que vosotros tuvisteis la fortaleza y la valentía de elegir el camino difícil, pero también el que nos llenaría de oportunidades. Mi vida hoy es mejor gracias a vosotros.